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¿Clase o gradiente de clase? El falso “efecto de demostración” / Class or Gradient of Class? The false “demonstration effect”

Ezequiel Adamovsky, University of Buenos Aires, CONICET Research Center

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La mayoría de los trabajos que se ocupan  de la clase media comienza reconociendo la dificultad de definirla a partir de parámetros objetivos. Sin embargo, suelen pasar luego, rápidamente, a ofrecer una definición operativa ad hoc para presentar entonces los descubrimientos empíricos que explican cómo es esa clase o cómo lo fue en el pasado. La existencia misma de una clase media aparece como un dato obvio que no requiere demostraciones.

En verdad, existe en las investigaciones sobre la clase media un efecto de demostración que viene de la mano de evidencia empírica que, efectivamente, parece mostrar que existen diferencias entre los “tipos de existencia” de las personas de sectores medios y bajos. En la sociedad capitalista, tiende a haber una cierta correlación entre tipos de ocupaciones y niveles de ingreso, de modo que uno puede funcionar como “proxy” del otro. Además, los niveles de ingreso tienen fuertes correlaciones con otros indicadores, como el de nivel educativo, acceso a coberturas médicas, etc. De este modo, si sabemos que un conjunto de la población desempeña trabajos manuales no calificados, podremos asumir sin riesgo de incurrir en serios errores que sus ingresos y nivel educativo tenderán a ser comparativamente bajos, que no contarán con sistemas de medicina prepaga, etc. Lo mismo vale si la variable conocida es la escala de ingresos. Siendo el trabajo manual el peor remunerado, efectivamente es esperable que encontremos toda clase de diferencias en el “tipo de existencia” de un albañil por un lado, y un médico, un docente universitario y un pequeño industrial por el otro, lo que, a su turno, parecería confirmar que estamos en presencia de dos clases diferentes. Hay, sin embargo, un engañoso efecto de la muestra que, por obvio que parezca, está insuficientemente reconocido.

Tomemos como ejemplo un estudio reciente producido por el Departamento de Economía del Massachusetts Institute of Technology (MIT), sobre las características de la “clase media global” que muchos autores insisten en que hoy existe. El trabajo analiza estadísticas sobre las condiciones de vida y los hábitos de consumo de las poblaciones de trece países en desarrollo. La información recabada incluye tipo de empleo, nivel de ingreso, educación, acceso a la salud, tipo de vivienda, gastos en alimentación, presupuesto para la recreación, etc. En este caso, los autores eligieron agrupar la información obtenida según clases sociales definidas como niveles de ingreso o, para ser más específicos, como capacidades de consumo per capita (podrían haberlo hecho también por tipo de ocupación, los resultados habrían sido no muy diferentes). De acuerdo a un criterio arbitrario, definieron que llamarían “clase media” a todos los hogares que cayeran entre el vigésimo y el octogésimo decil en la escala del consumo, lo que, traducido en dinero, significaría hogares en los que se gasta entre 2 y 4 dólares per capita por día, o entre 6 y 10 según cada país. En cualquier caso, quedaba claro que gastos menores o mayores a esos valores correspondían a la clase baja o a la alta, respectivamente. Recortada así la muestra de “clase media”, los autores concluyeron que, a pesar de las fuertes diferencias culturales entre los países (entre ellos estaban desde México hasta Pakistán, pasando por Costa de Marfil, entre otros), existían pautas compartidas que hacían a esa clase diferente de las otras.[1]

Leyendo esta investigación, uno podría concluir que la evidencia empírica confirma la existencia de una “clase media” no sólo en cada país, sino incluso a escala global. El “tipo de existencia” específico queda demostrado: la “clase media” no sólo consume más y vive en mejores casas que los pobres (algo que va de suyo) sino que incluso comparte rasgos “subjetivos” como la tendencia a garantizar mayor educación a los hijos o a formar familias menos numerosas. Por tomar como ejemplo una sola entre las series de datos utilizadas, la información sobre el consumo en esparcimiento confirma que existen diferencias entre las clases:

 

Porcentaje de hogares en los que se realizó algún gasto en actividades

recreativas (festivales). México, población urbana, según clase.

Clase Promedio
Clase baja 2,00%
Clase media 19,23%
Clase alta >35,30%

 

A partir de estos datos (y de otros por el estilo), podría imaginarse que existen diferencias lo suficientemente significativas como para que las consideremos espacios sociales diferenciados. Por el consumo de esparcimiento, la clase media mexicana aparece como un conglomerado claramente “despegado” de la clase baja, pero con un acceso a ese tipo de bienes bastante por debajo del de la clase alta.

Sin embargo, con los datos algo más desagregados el panorama resulta más complejo:

 

        Porcentaje de hogares en los que se realizó algún gasto en actividades recreativas 

               (festivales). México, población urbana, según nivel de consumo y clase.[2]

Clase Nivel de gasto en consumo per capita Promedio s/nivel consumo Promedio s/clase
Clase baja U$1 2% 2%
Clase media U$2 5.2% 19,23%
U$2 – U$4 17.2%
U$6 – U$10 35.3%
Clase alta >U$10 >35,3% >35,3%

Como puede observarse, en este cuadro lo que aparece es un gradiente más o menos continuo en la adquisición de ese tipo de bienes culturales según los niveles de consumo. Si tuviéramos los datos con mayor nivel de desagregación, veríamos que no hay cortes abruptos que, por sí mismos, “demuestren” la existencia de universos sociales separados. El siguiente cuadro muestra una desagregación todavía mayor de los datos de la investigación en cuestión (hipotética) y una agrupación de los promedios en otras clases posibles, alternativas a las que utilizaron los autores:

Porcentaje de hogares en los que se realizó algún gasto en actividades recreativas (festivales). Desagregación hipotética sobre la base del cuadro anterior y agrupación de clases alternativa.

Nivel de gasto en consumo per capita Promedio s/nivel consumo Promedio s/clase
U$1 2% Proletariado precario4.3%
U$2 5.2%
U$3 12.50% Clase trabajadora consolidada20.30%
U$4 20.00%
U$5 27.2%
U$6 –7 30.20% Pequeña burguesía36.90%
U$8 –10 37.50%
U$10 – 20 45.3%
U$21 – 40 59.7% Clase de servicios65.00%
U$41 – 100 70.00%
>U$100 >70.00% Clase alta>70.00%

Como puede verse en este ejercicio, lo que los datos muestran no es que existan diferencias significativas en el consumo cultural entre las clases. Lo que la información permite afirmar es algo diferente: que existe un gradiente de clase en la intensidad del consumo de este tipo de bienes. O dicho en otros términos, que la mayor capacidad de consumo tiene en México una relación directa con la asistencia a festivales. Pero de estos datos no se deriva que se recorten tres clases (ni mucho menos cuáles serían esas clases). Cualquier ejercicio de recorte que uno realice –dos, cuatro, siete clases, lo que fuera– subiendo o bajando la frontera entre ellas del modo en que a uno le de la gana, hallaría diferencias considerables en los promedios por grupo. Eso, sin embargo, no es una comprobación de la existencia de esas clases, sino el resultado de un falso “efecto de demostración” que viene del ordenamiento de un gradiente de clase realmente existente según un esquema de distinción en clases preconcebido. Este tipo de datos por sí solos no demuestran la existencia de ninguna clase, ni tampoco alcanzan para emitir caracterizaciones de la “clase media” (ni de ninguna otra).[3]

Por sorprendente que parezca, una porción perturbadoramente grande de los estudios académicos sobre la clase media se apoya en este tipo de metodología. Partiendo de la noción apriorística de que existe una clase media que agrupa, digamos, a empleados de comercio, almaceneros y abogados, “miden” o analizan determinados rasgos de comportamiento –endogamia, postura política, cantidad de hijos, actitud frente a la diversidad sexual, etc.– para concluir que todos esos sectores tienen algo en común que los hace diferentes de quienes quedan por arriba o por debajo de una línea de clase arbitrariamente establecida. El “efecto de demostración” de la muestra agrupada a priori oscurece el hecho de que, posiblemente, las opiniones políticas del empleado estén más cerca de las del obrero calificado que de las del abogado de una firma exitosa, mientras que las pautas matrimoniales de éstos sean “endogámicas” pero sólo en su propio círculo o círculos cercanos (sin que la opción de casarse con la hija de un almacenero sea más frecuente que la de hacerlo con la hija de un obrero calificado). Más aún, muchos estudios que parten de la definición a priori de “clase media” se concentran en el análisis exclusivo de las categorías ocupacionales o de ingreso así definidas, sin hacer muestreos de otras. Como resultado, suelen hallarse rasgos compartidos que parecen otorgar unidad a la clase, siendo que, en verdad, son inespecíficos (es decir, son rasgos que también se encuentran entre las clases bajas, entre las altas, o en todas).

* Este texto es un fragmento de la contribución del autor al libro de reciente aparición, Clases medias: nuevos enfoques desde la sociología, la historia y la antropología, ed. por Ezequiel Adamovsky, Sergio E. Visacovsky y Patricia Beatriz Vargas (Buenos Aires, Ariel, 2014).

 

[1] Abhijit Banerjee & Esther Duflo: “What is Middle Class About the Middle Classes Around the World?” MIT Department of Economics Working Paper No. 07-29, 2007.

[2] Ibid, anexo, tabla 4.

[3] De hecho, la comprobación de que los gradientes de clase no necesariamente justifican los recortes y agrupaciones de clase que conocemos (y que identifican una “clase media” como una de las tres fundamentales) fue uno de los resultados más resonantes de una reciente investigación sociológica de gran escala llevada a cabo en Gran Bretaña, que concluyó que el viejo esquema tripartito ya no es apropiado y que hoy son siete las clases sociales; cf. Mike Savage, et al.: “A New Model of Social Class: Findings from the BBC’s Great British Class Survey Experiment”, Sociology, vol. 47, no. 2, 2013, pp. 219 –250.